Aunque su padre prefería que hiciera Farmacia, ella estaba decidida a estudiar Químicas. El primer año lo cursó en la Universidad de Murcia, donde se hacía un curso preparatorio compuesto de cuatro asignaturas básicas comunes a las carreras de Farmacia, Medicina y Ciencias. El curso siguiente continuó en la Universidad de Valencia.
El cambio de ciudad era una oportunidad de salir de la asfixiante atmósfera familiar y de romper con la monotonía de su vida hasta entonces. Todo era novedad, desde el ambiente en que se movía -de nuevo, como en Murcia, era la única chica de su clase, y solo cuatro más en toda la facultad- hasta las materias y profesores que le enseñaban.
Pero también eran tiempos convulsos. Ese primer año en Valencia se sucedieron huelgas y manifestaciones. En mayo de 1931, la proclamación de la República generó más disturbios. De la Cierva tuvo que abandonar la Residencia de Escolapias donde vivía y trasladarse a la casa del profesor Ferrando que le había dado clases en Murcia. Allí tuvo la oportunidad de conocer un ambiente familiar cristiano presidido por la libertad y la delicadeza, tan distinto al de su casa. La mujer de Ferrando era María Moliner, otra mujer pionera, ésta en el campo de la lingüística, autora del imprescindible Diccionario de uso del español, que lleva su nombre.
El ambiente conflictivo no solo no le impidió terminar la carrera en 1932 con diecinueve años y obtener el Premio Extraordinario de Licenciatura, sino que fue el punto de partida para una nueva aventura. Uno de sus profesores, el catedrático de Química Antonio Ipiens, la animó a hacer el doctorado en Madrid. Él mismo escribió una carta de recomendación a Julio Palacios, catedrático de Física de la Universidad Complutense y Jefe de la Sección de Rayos X del Instituto Rockefeller, que se había inaugurado ese mismo año.